Cineraria

Cineraria · Juan Soros
Amargord Ediciones, Madrid, 2008
ISBN: 978-848-7302-83-1
72 páginas



Premio a la Mejor Obra Inédita 2005, Consejo Nacional del Libro y la Lectura, Chile.

Contraportada de Cineraria:

De un rigor extremo, llevado a sus consecuencias más dolorosas y laceradas, Cineraria de Juan Soros, no sólo nos muestra una de las obras más impresionantes de la nueva poesía que se viene escribiendo hoy en castellano, sino que nos vuelve a hacer presente la insustituibilidad de la poesía. Ningún otro arte podía expresar el hondor de la experiencia de la culpa, de la condena y de la muerte, como lo hace aquí este libro magistral y, simultáneamente, evidenciar el grito de sobrevivencia y salvación que lo recorre. Escritos desde la última posibilidad de lo decible, estos poemas desesperados, lacónicos, rotundos, van erigiendo un desgarrador monumento que es el de la poesía frente a las ruinas de la existencia y de la muerte, pero también, y es el triunfo final de este libro, constituyéndose en una emocionada reafirmación de la célebre Oda XXX de Horacio: No todo yo moriré.


Raúl Zurita

El pasado no tiene las respuestas. No. Pero arropada en el pasado, evadiéndose en el pasado y descubriéndose en el pasado, la poesía de Juan Soros se acerca, con desolada insistencia, a un presente casi indecible de ausencia y dolor.

Niall Binns

Crítica:

  • Ana Gorría en Público, Madrid, 7 de febrero de 2009.



  • Rodrigo Cordero en Taller de Letras, Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2008.
La urna y la ceniza: Cineraria (poemas de Juan Soros).

Publicado en Madrid, bajo el pseudónimo de Juan Soros, Cineraria es el segundo libro de poemas de Edmundo Condon (Santiago de Chile, 1975). El primero, Tanatorio, publicado el año 2002, recibió el primer premio de poesía inédita en los “Juegos Literarios Gabriela Mistral”, y fue antologado en Cantares, nuevas voces de la poesía chilena, editada por Raúl Zurita en 2004.
En principio, no se puede decir que Cineraria sea un libro de lectura fácil o rápida. Y no porque proponga dificultades léxicas o giros lingüísticos heterodoxos, sino al contrario, porque sus poemas destacan por una suerte de laconía o carácter sentencioso que parece apelar a la parquedad de un lenguaje primordial donde late el símbolo, muy próximo al lenguaje sibilino o al de las Escrituras. En general, se trata de poemas expresivos, o aun dramáticos, en el sentido en que pretenden comunicar una experiencia sobrecogedora, en que muchas veces se dirigen a un “tú” o a un “nosotros” que pone en escena una voz cuyo origen parece misterioso, y en que en ocasiones incluso utilizan los dispositivos del lenguaje teatral.
El libro presenta cincuenta y dos poemas, cuyos títulos remiten principalmente al mundo helénico (seis escritos en caracteres griegos y dos que se refieren a personajes mitológicos), o bien, al mundo hebreo (seis transcritos en caracteres occidentales). Cinco poemas poseen títulos que están en latín, además de otros escritos en idiomas modernos que no son el castellano (uno en alemán, uno danés, un topónimo checo), mientras que la mayoría de los restantes remite a realidades espirituales o escatológicas: “Pira”, “Letanía”, “Lengua de fuego”, “Inhumar”, “Y expiró y murió”, “Crucífero”, “J” (en referencia a Judas), “Del Éxodo”, etc.
En este sentido, hay algo en Cineraria que responde en cierta medida a lo que Gombrich llamaba ‘preferencia por lo primitivo’, de acuerdo a lo cual el autor se vuelve hacia el pasado y selecciona entre las tradiciones antiguas aquéllas que le resultan más afines. Estas tradiciones, como se ve, no son demasiado exóticas (principalmente, la tradición griega, el judeocristianismo, la Cábala), salvo porque el énfasis otorgado a la tipografía griega y a los términos hebreos, sólo por nombrar dos elementos, proporciona a los poemas un sabor cercano al anacronismo, o mejor, a un aura extemporánea o de permanencia intemporal, que hace difícil suscribirlos a una tendencia o a una moda particulares.
De acuerdo a las notas que cierran el libro, “Soros” (o, en rigor, Sorós, como además se titula el último poema) significa en griego “urna cineraria”, es decir, la vasija destinada a contener las cenizas de los cadáveres. En otras palabras, el título del libro repite sinecdóquicamente el pseudónimo del autor, como si literalmente este último fuera el continente de los poemas, cuya escritura, siguiendo la analogía, sería el residuo mortecino de un fuego extinguido, o bien, el remanente o el vestigio de un cuerpo sin vida que se entrega en ofrenda (otra analogía importante es la de la escritura y la sangre, como se lee, por ejemplo, en el poema “Glotta”: “Uso una mezcla de sangre y ceniza / para fijar en el margen del tiempo / estos epitafios / y lamentaciones”). El epígrafe que abre el libro, por su parte, la inscripción de una estela funeraria romana, repite por tercera vez la palabra “cenizas” antes de que el lector haya accedido al primer poema: “Si das de beber a la ceniza / únicamente formarás barro, / pero el muerto / no la va a beber”. Si añadimos a esto que el título del primer libro de poemas del autor, Tanatorio, se refiere, según la Academia, al “edificio en que son depositados los cadáveres durante las horas que preceden a su inhumación o cremación”, resulta que la idea de la muerte y, sobre todo, la idea de los restos mortales, constituye un motivo recurrente no sólo de este libro de poemas, sino de la poética del autor. Como dice el primer poema “Pira”: “No ser hombre / sino morada / de otras muertes / y de la muerte. // Acechando la redención / por medio del fuego”.
Por cierto que el hecho de que un libro de poemas verse acerca de la idea de la muerte no constituye un rasgo distintivo suficiente para caracterizar una poética. Sin embargo, me atrevería a decir que los poemas de Juan Soros destacan, precisamente, porque se parecen muy poco a los de los autores que tradicionalmente se citan a propósito de esta temática, al menos en Chile, y que quizás es aquí donde se juega, por decirlo así, la fortuna de su propuesta.
Cineraria no es una variación del motivo del ars moriendi o de la danza macabra -o, al menos, no únicamente-, ni una meditación existencial o quietista acerca del sentido o sinsentido de la vida y de la muerte. Tampoco interpreta en tono elegíaco las miserias de la mundanidad y la gloria de la eternidad, ni pone en escena los vastos recursos de la poesía mortuoria de la tradición barroca. Yendo un poco más lejos, se podría postular que muchas veces se acerca a esa categoría que los primeros románticos llamaban ‘lo sublime’, en el sentido en que se trata de poemas que resultan inquietantes, porque su significado queda largamente rebotando en el entendimiento, en cuanto parecen hablar negativamente o por privación de una experiencia que resulta irrepresentable. Por ejemplo, el poema que se titula “Tetro”, en el que cada una de las cuatro estrofas está antecedida por una letra del tetragrámaton: “Por cada letra de tu nombre / ayuno diez días junto al tentador. // Por cada letra de tu nombre / vago diez años por el desierto. // Por cada letra de tu nombre / soporto diez días de lluvia y deriva. // Por cada letra de tu nombre / muero sin saber pronunciar / tu misterio”.
También se podría pensar tal vez en aquello que Rudolf Otto llamaba ‘lo numinoso’ o en la tradición de la poesía mística, en tanto que el libro propone una aproximación a lo sagrado que prescinde de la racionalidad y de una finalidad doctrinaria u ortodoxa. Sin embargo, si bien los poemas apelan a ‘lo inefable’, ‘lo tremendo’, o ‘el misterio’, o bien, incluso a la vía purgativa o ascética de unión con lo divino, en cambio, se sustraen de cualquier vía iluminativa o unitiva de ‘matrimonio místico’ con la divinidad, por lo que tales conceptos parecen quedar cortos frente a la potencia de la duda. Como dice el poema “Oráculo de la nada”: “Existen respuestas / a todas las preguntas / menos a una. // Pregunta de la aurora. // (Dedicarás los días que te restan / a redactar esta pregunta)”.
 De hecho, un par de poemas podrían ser suscritos por cierto talante ‘satanista’, en el sentido que Mario Praz le da a este término, o bien, como dice el poema “Letanía”, a un auto de fe que hace de la escritura una suerte de condena, idea a la que apuntan también el poema “Patronato” (“Mi condena fue atestiguar / mi subsistencia en un libro. // Inconsolable grabo mi nombre, / muerto sin estar muerto, exiliado de Dios. // Las páginas en blanco son los días que me restan”) y el poema “Summa” (“De mi culpa hice oficio, / de mi dolor hogar. / Mi huerto es tu memoria, / aquí espero la muerte”). Como sea, la continua y abundante apelación a las Escrituras parece ser el signo de una relación con la tradición bíblica más propia del mundo protestante que del católico.
En este sentido, los epígrafes particulares que anteceden a diversos poemas y el cuerpo de notas explicativas que aparece al final del libro cumplen una función fundamental a la hora de guiar al lector en aquellas referencias que parecen menos reconocibles -aunque sin llegar a saturarlas-. No obstante, cabría preguntar si los poemas no funcionarían igualmente sin ellos y si el lector que se propone seguirlos al pie de la letra no resulta acaso confundido en un bosque de símbolos.
         Para terminar, hay únicamente dos poemas que se distancian de los restantes. Uno de ellos es “Kampa”, en el que por única vez aparece la idea de la muerte relacionada con la del amor o la de la amada, y el otro es “Carta”, único poema que aparece fechado y que está escrito en prosa, y que, en la medida en que parece apelar a una experiencia extratextual verdadera -o, al menos a su retórica-, podría operar como origen de la totalidad del libro. Suerte de Maelström o vórtice en torno al cual girarían los poemas.
Por Rodrigo Cordero Cortés.



  • Presentación de Óscar Pirot en un encuentro literario "La piedra en el Charco" en Teruel en 2008:


Cineraria o el ingrávido peso de las horas

Es difícil imaginar la espesura del tiempo, el gramaje con que se abisman los minutos. La imposibilidad de cuantificar el presente pone en entredicho nuestra existencia. No sabemos cuanto duran los fotogramas, lo único que vemos es la estela carnosa que dejan a su paso y de la que somos testigos presenciales, viajeros de un mismo tren con asientos que dan la espalda al destino.
Ante esta vertiginosa náusea de no poder precisar nunca nuestra posición en el universo, nos queda un consuelo que, no por ser  intermitente, deja de ser alentador: el consuelo de la clarividencia. Con el insaciable ajetreo en que se baraja nuestra realidad cotidiana, el hombre ha llegado a inmovilizarse, es decir, a no percatarse del paso del tiempo. Para Octavio Paz “la inmovilidad es una ilusión, un espejismo del movimiento; pero el movimiento, por su parte, es otra ilusión, la progresión de lo mismo que se reitera en cada uno de sus cambios”.
Ante esta oscilante esclerosis que adormece nuestra percepción sobre la vida, la obra de Juan Soros nos convida sin recelo una clarividencia lúcida y rigurosa que arroja luz sobre nuestros accidentes ontológicos más perturbadores:  el sentimiento de culpa, la orfandad universal, la condena, la fractura entre Dios y el hombre, la muerte.
De esta forma, Cineraria (Texto ganador del Premio Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile, género Poesía, categoría Obra Inédita, año 2005) se nos presenta como un insuflo que pone en movimiento la inmovilidad pasado. Desde el comienzo del libro, se hace latente el deseo de ser una presencia indisoluble en donde la vida inmole todas sus manifestaciones. Así lo atestiguan los primeros versos de Pira, poema que inaugura la obra: No ser hombre/ sino morada/ de otras muertes/ y de la muerte. Esta simbiosis que Sorós mantiene con la muerte será uno de los pactos más acérrimos que palpiten en Cineraria. En el poema Todestrieb, por ejemplo, la complicidad vuelve a ponerse en manifiesto: Vino muerte y me habló/ pero no me llevó con él./ (Vivo para repetir sus palabras). Pero como en toda complicidad siempre queda un pequeño espacio para la inesperada traición, el final del poema  sorprende por la condena que implica ser un eco mortuorio: Y ahora bajo mi piel/  parece fluir sangre/ pero cuando me sangro/ sólo brotan cenizas.
Esta yuxtaposición entre la sangre y la ceniza será uno de los hallazgos estéticos más deslumbrantes del libro. Como se aprecia en el apartado de notas, Soros se vale del término griego Haima melan (sangre negra)  para edificar una lucha entre el dolor y la trascendencia. Agua y polvo, río y desierto, vida y muerte se desprenden de este oxímoron que aglutina una encarnizada lucha entre dos substancias opuestas y a su vez complementarias. Prueba de ello es el poema Glotta, en donde resplandece una imagen misteriosa y lacerante: Uso una mezcla de sangre y ceniza/ para fijar en el margen del tiempo/ estos epitafios/ y lamentaciones.  La sangre y el polvo se diluyen entre sí para formar una dolorosa arcilla con la que tatuar un lenguaje indecible. Esta imagen yuxtapuesta hace pensar también, guardando las debidas distancias con el término griego, en otros dos términos de la cultura náhuatl. El primero de ellos es el denominado “tinta negra y tinta roja” que, de acuerdo con Miguel León Portilla, era la imagen de la que se valían los aztecas para aludir  a la  creación poética. El segundo, es el término atl tlachinoli, expresión náhuatl que significa “agua quemada”, o bien, como sugiere el historiador Alfonso Caso, que puede aludir a la sangre y al incendio. Sangre y ceniza, agua y fuego, silencio y palabra, Soros convoca estos elementos para reiterarnos que podemos vencer a la muerte porque no somos más que muerte.
Pero vencer a la muerte no implica necesariamente una reconciliación con la naturaleza. Más que el de Sísifo, el de las Bélides o el de Titio, una muerte sin reconciliación es el suplicio más grande del mundo.  En algunos poemas de Cineraria esta temible sospecha se deja entrever. En el poema Inhumar: los mares cierran sus abismos/ los vientos enmudecen y no hay forma de poder repatriar las cenizas adhiriéndolas de nuevo a la naturaleza. En Liminar la franja que separa al hombre de la salvación se muestra infranqueable y desalentadora: El cielo es aquello/ que no puedes alcanzar./ La única salida/ es iniciar un viaje/ hacia el horizonte./ Su umbral/ es tu muerte.
La desdicha de existir bajo la amenaza de la no redención acecha las páginas de Cineraria como un signo estremecedor del que se desgranan las letras para formar un paisaje movedizo que nos muestra el tormento de la orfandad.  Exiliados de la gracia y caídos, así hemos soportado nuestra soledad, intentando sin descanso vivificar los espejismos de la fe y apaciguando las llagas que ha dejado la extirpación del cordón umbilical que nos unía con Dios. La fractura entre dios y el hombre aún no ha soldado. Invertimos nuestros días en dar forma al callo óseo que permita restablecer la armonía con el todo. La lejanía es tanta que ni siquiera podemos deletrear el nombre del primer ser que se vio sólo en el mundo y a quien debemos nuestra soledad. En el poema Tetro, Srorós dilapida de forma certera el fracaso de no poder restablecer la sintonía y el sinsabor que deja la inutilidad del sacrifico: Por cada letra de tu nombre/ ayuno diez días junto al tentador./ Por cada letra de tu nombre/ vago diez años por el desierto./ Por cada letra de tu nombre/ soporto diez días de lluvia y deriva./ Por cada letra de tu nombre/ muero sin saber pronunciar/ tu misterio. El poema está inyectado de una solemnidad inquietante que nos  estremece como las cobrizas campanadas de una iglesia en ruinas. Sabemos que el nombre de Dios es impronunciable, que tenemos que conformarnos con el de Adonai, el señor sin nombre.
Si nos adentramos en los parajes del pensamiento judío podemos evidenciar sin complicaciones innecesarias que los esfuerzos por diluir la idea del antropomorfismo de Dios fue una constante entre muchos de sus pensadores como Filón de Alejandría, Maimónides y, por supuesto Spnioza. La imagen de Dios dejó de ser la del hombre para convertirse en la naturaleza misma. Pero nuestro diálogo con Dios sigue siendo al parecer un diálogo fraternal o visceral como el que establecemos con otro ser humano tal y como lo hace la obra de Sorós. En Cineraria, hay un pequeño detalle de la cultura judía que a mi forma de ver desvela muchas aristas sobre la médula del libro.  Juan Sorós, en uno de sus poemas, muestra un tintineo sobre una de las aportaciones más originales el pensamiento sefardí: el Tsim-Tsum. El concepto alude a la contracción de Dios para dar lugar a la creación. Es decir, que de alguna forma Dios se autoexilió. Si Dios se contrajo en sí mismo para poder crear el universo, entonces no somos más que la inercia cercenada de esa primera contracción, un acto reflejo que repetimos sin cesar y que en ocasiones nos desangra. Constantemente nos contraemos. El arrepentimiento, el dolor, la condena, nos sumen hasta envenenarnos las entrañas.
Los poemas de Cineraria son una concienzuda clarividencia sobre las contracciones del alma humana, contracciones que se vuelven más afiladas por la concisión con la que nos hablan. Contracción y concisión son las dos armas que palpitan en la lectura del libro. Movimientos que desencadenan una marea que erosiona las heridas más supurantes de nuestro pasado, heridas que lavamos incondicionalmente cuando digerimos las culpas que nos roen y los remordimientos que nos aturden. Como en el poema titulado Patronato: Las paginas en blanco son los días que me restan, utilizamos esas páginas estos días vírgenes para tatuar en su transparencia nuestra propia vida. Vivir es una forma de escribir sin darse cuenta, y Cineraria es un abanico de ecos que silencian nuestro presente. Para Sorós, el poema es a la vez un intento de ritualizar la muerte, una germinación silenciosa de  vida. Como bien dice el propio autor: Esencia del verso el silencio, somos una constante emanación sin descanso.
En los poemas Lengua de fuego y Sangría, Sorós siembra un asemilla de metapoesía y nos convida un guiño certero y meditado sobre lo que Haroldo de Campos llama la poesía que se hace de sí misma. El hombre es un puñado de letras en donde el tiempo va desdibujando la vida a la vez que traza las arrugas incomprensibles de la muerte. La espesura del tiempo pareciera que no pesa y que es simplemente el ingrávido peso de las horas que habitamos, el doloroso paso que implica esbozar una sonrisa, disolverse en un grito. Cineraria así cumple la función de un espejo cóncavo en le que debemos imprimir una cierta armonía a la deformidad de nuestra existencia, porque al fin y al cabo no somos más que el todo que se reitera en sus cambios, así lo demuestran los últimos versos del libro: Tierra estéril y desolada/ es la ceniza que soy./  Tierra del abismo de tus tinieblas/ es la ceniza a la que regreso/ Tehom . - Óscar Pirot.